En el ámbito del control público, uno de los aspectos más delicados, es el manejo del tiempo. La Contraloría General del Estado (CGE), al ejercer sus facultades de control, está sujeta a plazos específicos que delimitan el tiempo hasta cuándo puede actuar válidamente. No respetar esos plazos significa, en términos estrictos, perder la competencia para continuar con el procedimiento, y con ello, viciar de nulidad a sus decisiones.

La Ley Orgánica de la Contraloría General del Estado (LOCGE) establece varios plazos de caducidad que deben respetarse con rigor. El primero, previsto en el artículo 26, señala que el equipo auditor tiene un término improrrogable de ciento ochenta (180) días para concluir su trabajo, contados desde la emisión de la orden de inicio de la acción de control hasta la aprobación del informe final. Si ese plazo se excede, todo lo que se produzca después carece de validez: observaciones, predeterminaciones, recomendaciones. No es una formalidad, es una regla de competencia.

Luego está la llamada “caducidad intermedia”, que aplica después de notificada la predeterminación. El artículo 56 del Reglamento a la LOCGE establece que la CGE tiene ciento ochenta (180) días para emitir la resolución de responsabilidad civil. Este plazo, además, ha sido interpretado por la Corte Constitucional como obligatorio, sin posibilidad de prórroga. Si se dicta fuera de tiempo, también es nula.

A eso se suma la caducidad general de siete (7) años, recogida en el artículo 71 de la LOCGE. La norma es clara: la Contraloría no puede pronunciarse sobre actos u omisiones que tengan más de siete años de antigüedad. Y este límite no se detiene por nada. A diferencia de la prescripción, la caducidad no se suspende ni se interrumpe. Simplemente, una vez vencido el plazo, la facultad se extingue.

Ahora bien, durante situaciones excepcionales como la pandemia de COVID-19 o el incendio del edificio institucional de la CGE, se emitieron Acuerdos para reorganizar su funcionamiento. Uno de los más importantes fue el Acuerdo No. 007-CG-2020, que suspendió todos los plazos y términos procesales desde el 17 de marzo de 2020. Estas medidas, sin duda, buscaban dar respuesta a los enormes desafíos logísticos del momento.

Pero hay que hacer una distinción clara, estos acuerdos afectaban sólo los plazos procedimentales, no los plazos de caducidad establecidos por ley. Y así lo han confirmado jueces contencioso-administrativos en varias causas que nuestra Firma ha tramitado. Los tribunales han dejado por sentado que los Acuerdos no pueden estar por encima de la ley, y que las caducidades operan ipso iure. Es decir, transcurrido el plazo legal, la administración pierde competencia de forma automática.

Esto tiene implicaciones importantes. Por un lado, deja en evidencia que los actos administrativos emitidos fuera de los plazos de ley pueden ser anulados. Por otro, protege a los administrados de procesos que se extienden indefinidamente, garantizando un marco temporal razonable. Y finalmente, refuerza el principio de legalidad, resaltando que ni siquiera en contextos extraordinarios puede la administración pública, modificar por sí misma los límites que le impone la ley.

La caducidad no es sólo una regla de procedimiento. Es una garantía. Y en un país donde la seguridad jurídica muchas veces se pone a prueba, el cumplimiento de los plazos legales es una de las formas más concretas de proteger el debido proceso y la legitimidad institucional.[1]

La información aquí publicada no supone ningún consejo o asesoría legal particular, siendo su función meramente informativa.


[1]              Imagen de VBlock en Pixabay

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